Abstract:
Cuando Santo Domingo se llamaba “Ciudad Trujillo” y Ferrol se apellidaba “El Ferrol del Caudillo”, cuando Latinoamérica y España eran presas de feroces dictaduras militares, con caudillos amparados por el paternalismo norteamericano, y el mundo vivía bajo la amenaza de la guerra fría, oír hablar de novela policíaca hispánica podría hacer sonreír, sonrojar o enfurecer a cualquiera. No resultaba apropiado, creíble, o permisible. Sólo Sam Spade, Philip Marlowe, Poirot o Maigret, tenían licencia para investigar. El mundo hispano era diferente. Las razones que los críticos aducían para explicar esta situación de ausencia se basaban en el esencialismo étnico –la particular idiosincrasia latina frente al racionalismo y cientifi cismo anglosajón–, la predilección del público por los ambientes exóticos escapistas alejados de la realidad cercana, o la profecía autocumplida –la falta de tradición autóctona y, por lo tanto, la inverosimilitud literaria. Un artículo de Juan del Arco publicado en las páginas de El Español de Madrid en 1948 resumía ejemplarmente en su título esta situación: “El detective no puede llamarse Fernández”.